Espías de mentira 9

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9

 

La miraba. Sí, la miraba fijamente, hipnotizado. Había algo en aquella chica que le resultaba familiar y hacía que permanecer a su lado sin conocer su nombre siquiera, no le produjera incomodidad, si no todo lo contrario. Ella abrió su alargado bolsito y sacó de él un cilindro metálico. No debía medir más de quince centímetros. Su superficie era lisa, completamente lisa. Ni una pequeña muesca, marca, arañazo o hendidura. Nada. Lo dejó encima de la mesa con cuidado de que no rodara y cerró su bolsito, dejándolo a su lado en el diván. La luz caía aún sobre el líquido rojo del vaso confiriendo al círculo que formaba sobre la mesa esa tonalidad. El cilindro quedaba justo en la línea donde finalizaba el anillo rojizo de luz, por un lado era rojo brillante y por el otro, la escasa luz del local lo teñía de gris negruzco. Cuando levantó la vista del cilindro, los ojos de ella estaban clavados en los de él, expectantes. Tenía toda ella ahora una apariencia más cándida, como de niña. Sin saber por qué, eso lo tranquilizó. Debía preguntarle el nombre, no dejaría pasar esa oportunidad de saberlo. Dado la naturaleza de sus encuentros, no sabía cuando ni cómo ella iba a desaparecer, pero estaba seguro de que eso no tardaría en suceder. Echó una mirada a su vaso y vio que aún no había probado el whisky, así que bebió de golpe la mitad de el. Tal vez para infundirse valor.

– Aguarda, no bebas tan de prisa. El whisky se bebe despacio, da mucho calor si no… Hay que decírtelo todo. – dijo ella.

– Oh, sí – Él siguió su juego sin pensárselo dos veces y suplicó complacido. – no deje de decírmelo todo.

Ella sonrió y sus labios rojos dejaron ver unos dientes como perlas, pequeños, como toda ella. Parecía feliz de empezar a interpretar la charada.

– Tal vez debiéramos presentarnos. ¿No quieres saber mi nombre?

– ¡Oh, ya lo creo, con mucho gusto querría saberlo!

Ella soltó su risa, contenida hasta ese momento. También esta le resultó familiar, era graciosa, delicada, exquisita… Él sabía que se metía en algo oscuro, desconocido y de forma temeraria aceptó ese juego, atraído sin duda alguna por la risa de aquella joven mujer. Como ocurre con las cosas que se eligen, o no, se abre un camino, un sendero…y se cierran mil otros.  Ahora ella debía seguir con la farsa y confesarle su nombre. Él lo esperaba. Gerard había aceptado ser Harry. Ella ahora debía ser Armanda. Él podría haber elegido no serlo, pero su rostro parecía contradecir esta libertad y con un deje resignado, o quizá triste, aceptó llamarse Harry, en honor a ese juego que ella había empezado. Quizá, si ella hubiera elegido a Wendolin, el hubiera sido Peter, o Romeo y ella Julieta… La decisión estaba tomada y como un nudo, algo le apretó dentro. Ahora su destino estaba de algún modo ligado a ese Lobo estepario, se dio cuenta demasiado tarde… tendría que haber elegido otro camino. Solo esperaba que ella no estuviera dispuesta a sufrir el mismo final que Armanda…

– Ahora, al fin, tengo que saber tu nombre…

– Tal vez puedas adivinarlo. Me sería muy agradable que lo adivinaras. Fíjate un momento y mírame bien…

Él siguió con el juego y ella también, ¿hasta donde llegarían?

– Te llamas Armanda… y ahora asentirás radiante.

Ella rió. Rió contenta, incluso se echó hacia atrás en el diván turco al reír, apoyando su espalda en la pared de ladrillos rojos. Lo miraba desde la penumbra, escapada del halo rojo del resplandor del combinado, solo sus ojos brillaban en ella. Llevó a sus labios el olvidado cigarrillo, ya casi consumido y le dio una última calada. Lo apagó en el suelo, agachándose un poco y aplastándolo, con un movimiento circular de su muñeca. Luego lo miró, serena, otra vez en la luz roja, soltando el humo despacio… esta vez, no a su cara.

– ¿No quieres saber lo que contiene?

Se refería al cilindro metálico, lo había olvidado por completo. Pero ella no, claro. Si estaban allí era por algún motivo que ella le tendría que desvelar. Intuyó que eso le llevaría tiempo. Desde que el hombrecillo le dio el posa-vasos hasta ese momento en el que ella le confesó ser Armanda, había pasado más de un mes. No veía por qué ahora tenía que serle revelado aquel absurdo juego en menos de unos minutos. Así que, resignado a no obtener más información por esa noche, prescindió de ponerle atención al objeto de metal. Y ahora ella le preguntaba si no sentía curiosidad por el. Claro que la sentía. Lo cogió entre sus manos, buscando algún lugar por donde abrirlo. Le dio unas cuantas vueltas, sin encontrar nada. Nada. No sabía como abrir el dichoso cilindro. Ella se lo cogió de entre sus manos, entrando en contacto su piel con la de él. Notó esta vez ese roce largo, como una caricia, nada que ver a cuando ella le arrebató la caja de cerillas.  Muchas sensaciones se despertaron de un largo letargo, sensaciones que dormían abandonadas en su calabozo y que no hubiera querido volver a liberar.

 

 

Pensó que no tenía cara de llamarse Sara. Ese nombre no le pegaba. Él la hubiera catalogado entre las Adrianas, Berenices o Ateneas.  Más tarde Sara pasó a ser su nombre de mujer preferido y tan solo oírlo pronunciar se sentía transportado al mismísimo cielo, pero en ese momento, le causaba más desasosiego que otra cosa. Muchas veces había recordado esa noche. De cómo ella empezó a hablarle de las técnicas que utilizaba para preparar un lienzo y el resultado que esperaba obtener en el, de las medidas con las que más le gustaba trabajar y los pigmentos de los que abusaba sin ningún tipo de pudor. Recordaba no haber escuchado más de un tercio de las palabras que ella le había dicho, sin entender su significado, por estar encandilado mirando como su melena de diminutos rizos pelirrojos flotaba alrededor de su cara, una tez pálida moteada de pequeñas pecas. Más adelante constataría que, a parte de ser pequeños, sus rizos eran suaves al tacto como las nubes de algodón y adoraría amanecer con ellos tapándole media cara, el resto desparramados en su almohada. Ella le preguntó por “su cuadro”, si lo tenía ya a punto para ser expuesto, y él acertó a farfullar un “no me apetece hablar del tema”. Eso dio pie a que ella insistiera en ver la tela, ya que no creía que fuera posible. Él tenía fama de llenar lienzos a destajo, en la universidad era conocido en un reducido círculo como un pintor prolífico y muy bueno. Algo excéntrico, pero que rozaba la genialidad.  Algunos de sus compañeros de clase lo envidiaban por esa facilidad para encontrar un tema y trabajar en múltiples formatos sobre el. Esa fama se quedó allí, lo mismo que su genialidad. Pero eso llegaría más tarde. Antes vivió una de las mejores épocas de su vida. Esa noche ella entró en su existencia cambiando su proceder esquivo por uno más cordial. Fue entonces cuando aún pintó con más ganas, encontrando la inspiración en ella, en su voz, en sus gestos, en su desnudez cada mañana, en su olor… fresco, dulce, limpio e inmarchitable y en su gusto, salado, húmedo, otras veces especiado, siempre deseado… Adoraría discutir con ella diferentes puntos de vista de una tela. Aprendería de ella a transgredir las normas pictóricas y experimentaría con el cobre y el cristal en escultura como antes nunca lo hubiera imaginado gracias a que con ella, jamás nada podía salir mal y si salía no importaba lo más mínimo. Harían viajes a lugares insólitos en busca de una obra perdida, descatalogada o olvidada por los grandes museos, solo por el placer de ver algo que la mayoría no veía por no estar en las guías turísticas o recomendadas por las revistas especializadas en arte. Con ella conocería la felicidad, esa que en la actualidad se le escapaba o escondía.

 

Armanda apretó el cilindro por uno de los extremos planos y este se abrió por el otro lado, liberando de su interior un documento. Estaba enrollado y sujetado con una cinta de seda roja. Ella misma deshizo la lazada y lo desenrolló, sujetándolo abierto delante de él, dentro del círculo iluminado. Debía ser de un tono neutro, solo que se veía rosado a causa del reflejo del vaso. Intentó leer, pero no entendió nada y la miró confundido. Ella también lo miró confusa, incrédula de que no reconociera el escrito.  Era un texto manuscrito, no original por supuesto, si no una copia en pergamino vegetal.

 

• 07/10/2008
• Espiando
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