Espias de mentira 13

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13

 

– Dame una buena… no, mejor una muy buena razón para no llamar a nuestro amigo el inspector. Por que aunque no me sea muy simpático, me resulta difícil contener mi rabia en estos momentos y tal vez… sería conveniente dar parte a la policía antes de que cometa una locura y la pague contigo.

Armanda permanecía de pie en el pasillo, a un paso de la puerta del comedor, entre la de entrada y la cocina. Miraba azorada y algo confusa el caos que reinaba en la cocina. Gerard seguía mascullando entre dientes y cada vez de peor humor, mientras intentaba, en vano, devolver un aspecto más ordenado al piso.  Recogía un libro de aquí, una cuchara de allá y los dejaba en el sofá… completamente “destripado”.

– Mi sofá… el tapizado era de los setenta, joder. Maldita sea la hora que te fijaste en mí. Como le haya pasado algo a mi gato…

El animal salió de su escondite al oír su voz. Se paseó refregando el lomo en sus tobillos mientras Gerard lo acariciaba aliviado.

– Podrías haber maullado fuerte, joder, o haberles metido un zarpazo en un ojo… mira como dejaron el mío. Menudo gato vigilante estás hecho tú…

Armanda dio un par de pasos y entró en el comedor. Allí el desorden era, si cabe, mayor. El gato se separó de Gerard y se le acercó al oírla, dejándolo a él agachado en cuclillas y con un palmo de narices. La chica le rascó la barbilla al gato.

– Hola. – Le dijo. – ¿Estás bien minino?

– Traidor. – Le espetó al gato en voz baja, y luego volvió a presionar a Armanda, algo celoso. – Aún espero esa poderosa razón.

– Lo cierto es que en estos momentos, no se me ocurre ninguna. De hecho yo…

Dejó al gato extasiado a sus pies y se incorporó. El panorama era desolador, la verdad, pero ella no miraba la multitud de objetos fuera de lugar esparcidos por todas partes, ni los cojines del sofá con el relleno saliéndole por los sietes en el tejido, ni los libros despanzurrados por ahí. Gerard no se percató que ella ya no lo miraba moverse con dificultad por culpa de los golpes recibidos ni por el barullo de cosas tiradas por el suelo, y que ni siquiera lo oía relatar en voz baja quejándose de todo aquel lío. Ella tenía la mirada fija en un punto en la pared y él tardó algún que otro minuto en darse cuenta. Hasta que buscó a su gato y lo vio mirarla atento, luego girarse hacia él y hacer lo mismo, esperando su reacción. Cuando descubrió lo que la chica miraba cayó desolado al suelo.

 

Subieron al coche y ella llevaba en su cara la mejor de sus sonrisas. La vieja mujer del molino aún conservaba las notas y apuntes de dibujo que su padre guardó de Vincent, después de que él… No entendía como Sara se enteraba de esas cosas. Era capaz de encontrar un original de Miguel Ángel por descubrir en la frutería de un pueblo perdido en la montaña.

Atardecía y aún así, el aire era cálido y dulzón, pegajoso. Salía de la tierra hacia el cielo, como liberándose al fin de la tortura de un día entero al sol. Por la carretera tan solo se cruzaron con un par de coches y un carro tirado por un buey. Fue al cruzarse con este último cuando se pararon en la cuneta, casi inexistente, para dejar paso y no asustar al animal. Ella conducía y miraba por su ventanilla, completamente bajado el cristal y con los brazos cruzados sobre el, como el hombre dirigía al buey con infinita paciencia por la carretera. Lo saludó y él le dijo algo referente a su pelo, a ella se le escapó una brillante carcajada y alabó la pericia del hombre, él volvió a comentar algo sobre ella y se enzarzaron en una conversación, muy típica en ella, sobre quien poseía más virtudes y habilidades. Gerard miraba distraído por la otra ventanilla, sabedor desde que se apartaron al arcén, que la “maniobra” les llevaría un rato largo. Dio la casualidad que el campo que miraba de costado, estaba sembrado de girasoles. Un piadoso soplo de aire vino a refrescar el sembrado y meció las corolas atascadas de semillas aún por madurar. Su vista se perdía, paseando de flor en flor; donde acababan las líneas ordenadas, empezaban otras desordenadas y el siguiente pedazo de tierra las volvía a ordenar, trazando líneas más juntas en la lejanía. Una franja de pasto verde cortaba el tejido a rallas por el lado izquierdo y por el derecho unos árboles de un tono oscuro de verde vejiga rompían la horizontalidad, otorgándole al conjunto un extraño equilibrio que lo hacía muy atractivo. Oía las voces, lejos, muy lejos. El suave vaivén de los pequeños soles lo tenía hipnotizado. Sara arrancó. Se despidió del hombre con un “hasta luego” que sonó a cierto, no a frase hecha. Él siguió con la mirada las filas de flores gigantes que agachaban su cabeza apenadas por el abandono de su amante, el sol, y que empezaron a quedar rezagadas en su carrera particular por alcanzarlo. Vio cambiar los campos, primero despacio, luego se sucedían con más prontitud los unos y los otros. Ahora girasoles, luego trigo, alguna florecilla, más soles, árboles, una casa en mitad de un trozo ocre de tierra fugaz, trigo, girasoles, girasoles, girasoles…

Cenaron en la taberna del pueblo y el hombre del carro apareció portando una cesta, en ella dos tarros de miel y dos quesos, y un ramo enorme de las preciosas flores doradas para Sara. Dijo que ellas se sentían huérfanas sin su sol, así que debería darles calor con su melena rojo de fuego. Ella soltó una carcajada divertida por la ocurrencia y le dio un sonoro beso al hombre que hizo enrojecer aún más su piel curtida.

Al día siguiente, Gerard condujo en silencio durante todo el camino de regreso a casa. Llegaron a última hora de la tarde y después de sacar solo lo necesario de la bolsa, hacer café y asaltar el armario de las galletas, se sentó en el taburete delante de la tela.

 

Ahora pasaba a ser algo personal. Lo que le habían hecho a su cuadro no tenía perdón. No tan solo la tela estaba hecha jirones, tan estrechos que apenas si se reconocían los girasoles que antes lo hipnotizaban, si no que, en un amargo tono de cruel sarcasmo, lo habían vuelto a colocar en su soporte… cabeza abajo y mirando a la pared.

• 06/12/2008
• Espiando
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